UNA CARTA, UNA LLAMADA Y UN TREN
Era tarde, como eso de las tres
y él seguía esperando el tren.
Es la estacion vacía parecía el unico
ser conciente de estar vivo,
aunque más bien de lo único
que tenía conciencia era de su desepción.
Miraba fijamente los rieles,
esperando que sonaran, que vibraran
o hiceran señal alguna de que
el tren estaba por llegar.
Espiaba los durmientes,
como si alguna vez fueran a despertar,
pero fue inútil. El tre no habría de llegar.
Cuando se percató, había esperando
toda una vida que ahora pasaba frente a él
como un estrafalario desfile de domingo,
comprendió cual era la causa de su desamor.
Y en aquel rojo atardecer
supo en el interior,
que la razón de su calentura,
del sudor frío que había caído
por su frente ultimamente,
era su propio olvido tratando
a gritos de no ser abandonado,
era su miedo a morir solo
y a estar consigo mismo
el resto de su existencia.
Pero el tren no llegó,
a pesar de la carta eu él escribió
con tanto esmero,
pidiendo que llegara el tren.
Aún a pesar a eso de las tres
él esperaría sin rencor
si el tren llegaba,
si llegaba para él.
Era la hora de sus desesperación
y entendió que la tristeza
se sabe mejor con café y sin azucar,
sobretodo cuando uno no dice
palabra alguna,
tragando entre cada entremez
la amargura en pequeñas gotas
como galletas saladas.
Cayè, si, cayó en cuenta
que no hay persona más confiable
que la Soledad para contarle
los secretos, las tristezas, el desamor,
el motivo de su enfermedad,
de su cambio y desorden, de la fiebre
y los escalofríos, de las razones para llorar,
para llorar en el olvido.
El tren no llegó y él,
simplemente murió al terminar
de escribir esta carta
que dejó con sus pertenencias
en la estación: un cuaderno viejo,
una taza de café y un emboltorio
con todo lo que le quedaba de amor.
y él seguía esperando el tren.
Es la estacion vacía parecía el unico
ser conciente de estar vivo,
aunque más bien de lo único
que tenía conciencia era de su desepción.
Miraba fijamente los rieles,
esperando que sonaran, que vibraran
o hiceran señal alguna de que
el tren estaba por llegar.
Espiaba los durmientes,
como si alguna vez fueran a despertar,
pero fue inútil. El tre no habría de llegar.
Cuando se percató, había esperando
toda una vida que ahora pasaba frente a él
como un estrafalario desfile de domingo,
comprendió cual era la causa de su desamor.
Y en aquel rojo atardecer
supo en el interior,
que la razón de su calentura,
del sudor frío que había caído
por su frente ultimamente,
era su propio olvido tratando
a gritos de no ser abandonado,
era su miedo a morir solo
y a estar consigo mismo
el resto de su existencia.
Pero el tren no llegó,
a pesar de la carta eu él escribió
con tanto esmero,
pidiendo que llegara el tren.
Aún a pesar a eso de las tres
él esperaría sin rencor
si el tren llegaba,
si llegaba para él.
Era la hora de sus desesperación
y entendió que la tristeza
se sabe mejor con café y sin azucar,
sobretodo cuando uno no dice
palabra alguna,
tragando entre cada entremez
la amargura en pequeñas gotas
como galletas saladas.
Cayè, si, cayó en cuenta
que no hay persona más confiable
que la Soledad para contarle
los secretos, las tristezas, el desamor,
el motivo de su enfermedad,
de su cambio y desorden, de la fiebre
y los escalofríos, de las razones para llorar,
para llorar en el olvido.
El tren no llegó y él,
simplemente murió al terminar
de escribir esta carta
que dejó con sus pertenencias
en la estación: un cuaderno viejo,
una taza de café y un emboltorio
con todo lo que le quedaba de amor.
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